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La historia de Micaela
Siempre di por sentado que tendría hijos. Seguí esperando a que sonara la alarma de mi reloj biológico, pero nunca sucedió. Siguieron pasando los años y yo quería desear tener hijos. Es lo que se supone que hace la gente. Esperé a que mi esposo comenzara a querer descendencia y así yo le seguiría la corriente, pero él llegó a la conclusión de que no deseaba tenerla. Me dijo que estaría bien si yo quería, pero él sería igual de feliz (o más feliz) sin ellos. Así que el tiempo siguió corriendo y yo comencé a debatirme con la elección. En algún punto incluso deseé ser infértil para no tener que decidir. Me petrificaba el posible arrepentimiento que podría sentir cuando llegara a los sesenta años. Eso me paralizaba, creo. No confiaba en mis sentimientos y, de hecho, deseaba (y quizás todavía deseo) sentir algo diferente. Yo quería desear tener hijos, y seguí queriendo que llegara ese sentimiento, pero nunca llegó.
Las razones por las que deseaba querer hijos, aunque fueran malas razones para procrear, nunca desaparecerán:
• Quería ponerle a alguien el nombre de mi tía abuela. (Es una tradición judía poner a los niños el nombre de familiares fallecidos; ahora mi perra se llama como mi tía abuela, Esther).
• Quería tener a alguien a quien transmitirle mi historia familiar y mis bienes materiales.
• Quería tener a alguien con quien pasar las vacaciones y que cuidara de mí cuando fuera vieja.
• Quería tener a alguien que me recordara y que continuara perpetuando la descendencia familiar después de mi muerte.
• Quería tener a alguien que se pusiera de luto y me extrañara cuando yo muera.
Sabía que ninguna de las anteriores era una buena razón para tener un hijo. Aprendí que siempre estaré triste por no tener estas cosas, pero tengo que vivir con eso.
Creo que el primer indicio de que tal vez no sería madre me llegó a finales de mis años veinte o principios de mis treinta; aunque mi madre te dirá que fue cuando era una adolescente y le dije que no iba a tener hijos porque no quería exponerlos a su presencia. No siempre fui amable con ella.
Mi madre dice que le encantó estar embarazada. Me cuenta que salí pateando y gritando. Mi mamá me hizo sentir valorada y apoyada; nunca dudé de su amor. Pero siempre me dijeron que fui una niña difícil. Mi relación con mi madre fue y es cercana, aunque volátil; nos peleábamos mucho, pero disfrutábamos hacer cosas juntas, como ir de compras. Cuando me fui a la universidad nos volvimos más cercanas. Al entrar en contacto con diferentes normas culturales, comencé a darme cuenta de lo afortunada que soy de tener una madre que se preocupa por mí y que me apoya tanto. También nos llevamos mucho mejor cuando no estamos viviendo juntas. Todavía me siento culpable de que solamente sea abuela de un perro. Mis padres querían nietos, y yo tengo un hermano gay que es menos probable que se convierta en padre.
He llegado a darme cuenta de que prefiero vivir sintiéndome triste por no tener hijos que vivir con niños reales. Simplemente tuve que aceptar que la tristeza y pérdida siempre estarán conmigo, y que de algún modo todo estará bien.
El programa de doce semanas fue el elemento más decisivo para reconocer y aceptar mi realidad. ...
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